jeudi 1 décembre 2011

La Lección de Burdeos, par Carlos Fuentes, lundi 24 octobre 2011

Con razón escogió Francisco de Goya la ciudad de Burdeos para morir. La ciudad junto al río Garona es una de las más bellas de Francia,  de Europa y del mundo. Esta es la patria de Michel de Montaigne,  sin el cual no entenderíamos la palabra "ensayo", en tanto acercamiento incierto aunque lúcido a un mundo liberado del dogma. Montaigne antepone la experiencia personal a cualquier dogma. Escéptico,  habla de la falibilidad humana, pero también de la posibilidad humana. Entre otras,  saber que existe un yo extraordinario más fuerte que la muerte.
Montaigne nos habla de una apertura interminable. Dueño de un "frío acero",  como lo describe Jorge Edwards en su reciente libro La muerte de Montaigne. Homenaje latinoamericano al autor francés que nos enseña a escribir sin decirlo todo,  a estar presentes en el corazón de la ausencia,  a escribir para los lectores,  a veces para un solo lector,  a veces para el lector ideal que para Montaigne es sólo "una ficción entre otras muchas".
Cuando,  hacia 1950,  el novelista Juan Rulfo hizo su aparición,  le preguntaron a Alfonso Reyes: ¿Qué influencia percibe usted en la obra de Rulfo? A lo cual Reyes respondió: -Dos mil años de literatura.
Todo escritor crea porque hereda y hereda porque crea. Yo tengo una deuda personal con Francois Mauriac,  hijo de Burdeos pero autor universal al que leí con entusiasmo mientras escribía La muerte de Artemio Cruz. Sobre todo,  El nido de víboras,  exaltación de la necesidad de ser amado a orillas de la muerte.
Ser amado. La desesperada Thérèse Desqueyroux. La "delectación escondida" de María Cross. La reconciliación de Gabriel Gradere. Y a pesar de todo,  la avaricia,  el homicidio,  el incesto. El mal. Quizás ningún otro novelista contemporáneo,  como Mauriac,  nos acerca tanto a nuestras propias contradicciones latinoamericanas. ¿Por qué?
La América Latina es un continente católico. Pero en México el cristianismo cohabita con un paganismo ancestral. Creo que el cristianismo fue aceptado por el pueblo mexicano porque el sacrificio que,  antes,  las víctimas debían a los dioses fue encarnado por Dios. Un dios crucificado y sangrante. El cristo mexicano, sangrante,  injuriado,  crucificado.
México fue conquistado por el sufrimiento de Cristo y por la gracia de su madre,  Guadalupe,  la Virgen Morena. Menciono lo anterior para que nos demos cuenta del inmenso combate del México civil,  librepensador y legalista,  distinto del orden religioso. De allí la importancia de la Reforma de Benito Juárez y del civilismo de la Constitución de 1917. Sobre todo de su Artículo Tercero. Un orden civil,  no opuesto,  sino al lado de la fe religiosa. No lo entendieron los conservadores en 1860, ni la Cristiada en 1925.
Las preguntas angustiosas de nuestro mestizaje fueron conciliadas,  al cabo,  por la literatura.
La contradicción épica de Bernal Díaz del Castillo. La poesía dubitativa de Sor Juana Inés de la Cruz. El humanismo universal de Alfonso Reyes. Los relatos crucificados de Juan Rulfo.
La literatura hizo nuestra la lengua del conquistador y la literatura hizo nuestra la imaginación del pueblo. La lengua española nos permite entendernos entre nosotros,  para nosotros y fuera de nosotros. Un guaraní del Paraguay no entendería a un maya de Yucatán sino gracias a la lengua común,  el castellano. Y casi cincuenta millones de norteamericanos hablan el español. De allí el dilema siguiente. Que los indígenas entienden gracias al español,  a los blancos y mestizos iberoamericanos,  pero que no se entienden entre sí mismos. Que los ciudadanos hispanoparlantes de los Estados Unidos de América puedan participar plenamente en la vida norteamericana pero que enriquezcan,  también,  la pluralidad hispanófona de mexicanos,  colombianos,  dominicanos,  cubanos y puertorriqueños. En mi juventud,  se hablaba en términos de nacionalismo e internacionalismo. Hoy,  se habla en términos de globalización. Pero la globalización sólo globaliza los productos y los valores materiales. El trabajo,  en cambio,  es discriminado,  despojado de derechos,  abusado. Nada de esto es extranjero a la lengua en la cual hablamos,  pensamos,  amamos,  soñamos y nos acercamos unos a otros.
De allí el regreso a la cuestión de la coexistencia de valores civiles y religiosos,  la coexistencia de culturas antiguas y modernas,  la coexistencia de mayorías y minorías. De allí el respeto debido a las diferencias mientras no las estigmaticen la opresión y la injusticia.
El signo político de esta coexistencia es la democracia. El signo axiológico es la cultura. Y el signo personal,  humano,  es el que nos ofrece Burdeos. El pensamiento de Montaigne. La obra de Mauriac. La conciencia de la falibilidad humana. Pero también de la posibilidad humana falible y posible. La presencia del mal. Pero también la reconciliación gracias al amor.
Estas son las lecciones de Burdeos para nuestros propios conflictos. No podremos evitar la derrota si no mantenemos la fidelidad a lo posible. No podemos amar si no admitimos la parte del mal que acecha a toda intención amorosa. No podemos refugiarnos en los dogmas que excluyan la posibilidad humana pluralista. No podemos invocar la muerte a fin de negar la vida. Todo es vida,  incluyendo a la muerte.
La lección de Burdeos,  de Montaigne y de Mauriac nos dice que no hay ser humano que no aporte y no deje algo memorable,  algo irreemplazable,  en su paso por el mundo. Y no habrá paz sin el reconocimiento de la diferencia como parte de la identidad. Esta es la única disposición mental que puede vencer a la xenofobia y al racismo que amenazan la coexistencia creativa de todas las sociedades.


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La leçon de Bordeaux

Ce n’est certainement pas un hasard si Francisco de Goya a choisi Bordeaux pour mourir. La ville sur les rives de la Garonne est l’une des plus belles de France, d’Europe et du monde. Patrie de Michel de Montaigne, sans qui nous ne comprendrions pas le terme « essai » dans le sens d’appréhension – incertaine, certes, mais lucide – d’un monde libéré du dogme. Car Montaigne, lui, place l’expérience personnelle au-dessus de tout dogme. Sceptique, il parle de la faillibilité de l’homme, mais aussi de ses possibilités ; parmi lesquelles le fait de savoir qu’il existe un « je » extraordinaire, plus fort que la mort. Montaigne nous parle, il est vrai, d’une ouverture sans limites, en homme doté d’un « caractère d’acier », pour reprendre le portrait qu’en donne Jorge Edwards dans son récent ouvrage La Mort de Montaigne  Hommage latino-américain à l’auteur français qui nous apprend à écrire sans tout dire, à être présents au cœur de l’absence, à écrire pour les lecteurs, parfois pour un seul lecteur, parfois pour le lecteur idéal ; lequel, de son point de vue, n’est jamais qu’une fiction parmi tant d’autres. Quand, vers 1950, le romancier Juan Rulfo a commencé à émerger, on a posé la question suivante à Alfonso Reyes : « Quelle influence percevez-vous dans l’œuvre de Rulfo ? » À quoi Reyes a répondu : « Deux mille ans de littérature ». Tout écrivain crée parce qu’il reçoit un héritage et laisse un héritage parce qu’il crée. Moi, par exemple, j’ai une dette personnelle envers François Mauriac, lui aussi enfant de Bordeaux, et cependant auteur universel, que j’ai lu avec enthousiasme alors que j’écrivais La Mort d’Artemio Cruz. En particulier Le Nœud de vipères, une exaltation du besoin que l'on ressent d’être aimé au seuil de sa mort. Être aimé. Thérèse Desqueyroux, la désespérée. La « délectation secrète » de Maria Cross. La réconciliation de Gabriel Gradere. Et en dépit de tout, l’avarice, l’homicide, l’inceste. Le mal. Sans doute aucun autre romancier contemporain ne nous-permet-il de toucher du doigt nos propres contradictions latino-américaines comme le fait Mauriac. Pourquoi ? Si l’Amérique Latine est un continent catholique, au Mexique, le christianisme cohabite avec un paganisme ancestral. Le christianisme a été accepté par le peuple mexicain essentiellement parce que le sacrifice que les victimes devaient auparavant consentir aux dieux était désormais porté par Dieu lui-même. Un dieu crucifié et sanglant. Le christ mexicain, sanglant, injurié, crucifié. Le Mexique a été conquis par la souffrance du Christ et par la grâce de sa mère, Guadalupe, la Vierge Noire. Je mentionne cela pour que nous mesurions l’immensité du combat mené par le Mexique civil, libre penseur et légaliste, autre que celui de l’ordre religieux. De là l’importance de la Réforme conduite par Benito Juárez et du « civilisme » de la Constitution de 1917. Surtout l’Article 3. Un ordre civil non pas opposé à la foi religieuse, mais à côté d’elle. Voilà ce que n’ont pas compris les conservateurs, en 1860, pas plus qu’ils ne l’ont compris ensuite, lors de la guerre des Cristeros, en 1925. Les questionnements inquiets autour du thème de notre métissage ont finalement trouvé des réponses dans la littérature. La contradiction épique de Bernal Díaz del Castillo. La poésie dubitative de Sœur Inés de la Cruz. L’humanisme universel d’Alfonso Reyes. Les récits crucifiés de Juan Rulfo. La littérature a fait nôtre la langue du conquistador et la littérature a fait nôtre l’imagination du peuple. La langue espagnole nous permet de nous comprendre entre nous, pour nous et en dehors de nous. Un Guarani du Paraguay ne comprendrait pas un Maya du Yucatán sans la langue commune, le castillan. Ajoutons que près de cinquante millions de Nord-américains parlent l’espagnol. Avec le dilemme que grâce à l’espagnol les indigènes comprennent les Blancs et les métis ibéro-américains, mais qu'ils ne se comprennent pas entre eux. Que les citoyens hispanophones des États-Unis d’Amérique aient la possibilité de participer pleinement à la vie nord-américaine, mais qu’ils enrichissent aussi la pluralité hispanophone des mexicains, des colombiens, des dominicains, des cubains et des portoricains. Quand j’étais jeune, on brandissait les termes « nationalisme » et « internationalisme ». Aujourd’hui, c'est « mondialisation ». À cette précision près que la mondialisation ne mondialise guère que les produits et les valeurs matérielles. Dans le même temps, le travail, lui, est discriminé, dépouillé de ses droits, foulé aux pieds. Rien de cela n’est étranger à la langue dans laquelle nous nous exprimons, nous pensons, nous aimons, nous rêvons et nous allons les uns vers les autres. D'où le retour à la question de la coexistence des valeurs civiles et religieuses, de la coexistence des cultures antiques et modernes, de la coexistence des majorités et des minorités. D'où le respect dû aux différences dès lors qu’elles ne sont pas stigmatisées par l’oppression et l’injustice. Or le signe politique de cette coexistence est la démocratie. La culture, son signe axiologique. Quant à son signe personnel, humain, il nous est offert par Bordeaux. La pensée de Montaigne. L’œuvre de Mauriac. La conscience de la faillibilité humaine. Mais encore de la possibilité humaine faillible et possible. La présence du mal. Mais encore la réconciliation grâce à l’amour. Telles sont les leçons de Bordeaux à notre disposition pour résoudre nos propres conflits. Nous ne pourrons éviter la défaite si nous ne demeurons pas fidèles au possible. Nous ne pouvons aimer si nous n’admettons pas la part de mal qui guette tout élan amoureux. Nous ne pouvons nous réfugier dans les dogmes, excluant ainsi la possibilité humaine pluraliste. Nous ne pouvons invoquer la mort pour nier la vie. Tout est vie, y compris la mort ! La leçon de Bordeaux, de Montaigne et de Mauriac nous enseigne qu’il n’y pas d’être humain qui n’apporte ou laisse quelque chose de mémorable, quelque chose d’irremplaçable, de son passage sur terre. Et il n’y aura pas de paix sans la reconnaissance de la différence comme partie intégrante de l’identité. En elle réside l’unique disposition mentale capable de vaincre la xénophobie et le racisme qui menacent la coexistence créative de toutes les sociétés.

Traduction par Vanessa Canavesi ; Jacqueline Daubriac ; Irène Descamps ; Elena Geneau ; Laëtitia Sworzil
(relue par Caroline Lepage)

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